Por Diego Picotto* La pregunta formulada por los compañeros de La Taba: ¿qué alumbró la […]
Publicado el 28 mayo, 2015 por Gustavo Viera
Por Diego Picotto*
La pregunta formulada por los compañeros de La Taba: ¿qué alumbró la “tragedia de Páez”, cuando se incendió uno de los miles de talleres textiles que con disimulo alberga la ciudad de Buenos Aires cobrándose la vida de Rolando y Rodrigo, de 6 y 10 años? Algunas impresiones producto del pensamiento colectivo y un puñado de caracteres para responderla. Vamos al grano.
Alumbró, ante todo, las condiciones intolerables en la que trabaja y vive una significativa parte de la población, en su mayoría migrante. Extraoficialmente, en el caso de los talleres textiles, se calculan alrededor de 300 mil costureros que trabajan en condiciones de extrema explotación: en espacios precarios, de 14 a 16 horas diarias por una paga exigua, en general por pieza. Es trabajo sumergido e invisibilizado; son vidas sumergidas. “Sumergido quiere decir –precisa Diego Sztulwark, integrante del Instituto de Investigación y Experimentación Política– que el capital hunde a un amplio arco de trabajo no formalizado –el de costurero es un ejemplo prototípico, pero no único– en la suma precariedad, en la informalidad y en la ilegalidad. Ese estado ‘sumergido’ opaca y precariza las formas de vida”. Los costureros hiperexplotados son un componente entre otros de un nuevo subsuelo (aun no sublevado) de la patria; una realidad tan elocuente de nuestra ciudad que es increíble que permanezca ausente en el debate político-electoral. De ahí que la Asamblea –discutiendo la idea de clausura y cierre– proponga abrir los talleres.
Alumbró, también, la otra cara del taller, aquella que lo inscribe en los circuitos de producción y consumo de la ciudad, una cadena de valor de la que participan grandes marcas, talleres tercerizados, un empresariado informal y miles de trabajadores y trabajadoras migrantes. Como afirma el primer comunicado de la Asamblea: “Estos circuitos son extremadamente rentables gracias al trabajo migrante que explotan, los que abaratan y posibilitan la vida en la ciudad para buena parte de la población. Justamente la que no consume en los shoppings, aun si las prendas textiles que allí se venden son producidas en idénticas condiciones que las que circulan en las ferias populares”. Los talleres y los costureros son el eslabón más débil de una cadena que conduce a La Salada o al Shopping tanto como a las políticas de inclusión social vía consumo que priman desde hace más de una década. Es éste, entonces, un segundo modo de abrir los talleres: visibilizar en qué medida todos/as nosotros/as, por el hecho de estar vestidos, tenemos algo que ver con destinos como el de Rolando y Rodrigo.
Alumbró, en ese sentido, que en tanto componente vulnerable pero fundamental de esa cadena productiva, los talleres alimentan una pujante economía popular que funciona como base dinámica de las referidas políticas de inclusión vía consumo, no sólo en los estratos medios y altos de la sociedad, sino también en los sectores populares. Sin embargo, del cierre de los talleres a las topadoras de La Salada, esta economía popular es continuamente criminalizada. Se prioriza una legalidad que los ilegaliza, que los clandestiniza; cuando lo que en verdad se está clandestinizando es un factor fundamental de nuestra economía. Porque si otra cosa alumbró este proceso es el vacío legal respecto de esta economía y de sus modos de producción. “Por esta razón –se dijo en la Asamblea– nos parece fundamental que no se criminalice el consumo popular y que no se pida la represión sobre la informalidad. Por dos motivos: primero porque se ataca a las redes que hacen posible el consumo en un contexto de inflación y de condiciones hiperprecarias de empleo. Por otro, porque cuando se organiza la persecución sobre los ilegalismos populares lo que se activa es la persecución racista de los pobres”. Por eso una ideas/consigna de la Asamblea es sacar del gueto a la economía popular.
Alumbró también aquello que las feministas advierten hace mucho: que nada hay más político que el modo de nombrar. Se trata de la relación entre las palabras y las cosas, entre el lenguaje y la política. Una política es, entre otras cosas, un determinado modo de nombrar. La Asamblea ensayó desde un primer momento poner en cuestión ciertos clichés: las ideas de “trabajo esclavo”, de “clandestino”, de “ilegal”, de “víctimas”, dado que todas estas, más que asumir la complejidad material de la cuestión, convocan a políticas moralistas y represivas. Esta “segunda” reducción a la servidumbre, operada ahora por el discurso, le quita la voz y las razones de su hacer a los trabajadores. “Se borra así la productividad concreta de los trabajadores, sus ansias de progreso y sus esfuerzos, y se reinterpreta esta vitalidad social como puro sometimiento y sumisión”, advierte la Asamblea. En contraposición, Verónica Gago propone leer el cálculo que opera sobre esa red de prácticas y saberes que dan vida al taller y que evidencia la existencia –o, más bien, la persistencia– de un neoliberalismo desde abajo: “el cálculo es la matriz subjetiva primordial que funciona como motor de una poderosa economía popular que mixtura saberes comunitarios con un saber hacer en la crisis”. (La Razón Neoliberal, Tinta Limón Ediciones, 2014). “Trabajo esclavo”, “taller clandestino” se dicen desde afuera y estigmatizan al trabajador y a su trabajo. Una vez más la idea de abrir el taller refiere tanto a la idea de abrir los ojos ante la problemática como a ser –libre de estigmas y prejuicios– sensibles a sus razones y lógicas de funcionamiento.
Alumbró, por ello, los límites y peligros de la “denuncia” que, partiendo de la moral y la buena conciencia ciudadana, alcanza el racismo sin mayor mediación, tal como vivimos en 2010 en torno a la ocupación del Parque Indoamericano (y que un grupo de investigadores sociales condensó en la noción que da título a la publicación: Vecinocracia). Años antes, en el primer libro que analizó los talleres textiles, De Chuequistas y Overlockas (Tinta Limón Ediciones, 2011), se advertía sobre los límites de la denuncia: “La denuncia no aporta a comprender la complejidad de las cosas ni ayuda a salir de la simplificación en que normalmente se cae. En general es tan exterior que no sabe aliarse con las y los costureros, con sus necesidades concretas ni con sus ilusiones rotas. Falla ese modo de encarar el problema”. Aquí el contrapunto es tanto con La Alameda (que más allá de reconocerle el esfuerzo por señalar las complicidades entre poder político, policial, judicial y empresarial, ha hecho de la denuncia moral del taller un apostolado) como con los vecinos deseosos de denunciar una realidad que les es extraña y de la que temen “por vivir al lado”. Y especialmente con los grandes medios de comunicación y sus festines de simplificación y estigmatización. “Villas, narcos y talleres”, derrapó uno; «Mafia, esclavitud y muerte», precisó otro. Pero en el caso del incendio del taller de la calle Páez al que aludía la nota, no hubo “villas”, ni “narcos”, ni “mafia”, ni “esclavitud”. Sí laburantes migrantes cuyos hijos murieron, centralmente, por el lugar que les tocó en suerte en la división global del trabajo. Pero ¿qué otra cosa sino el racismo y la ignorancia –que usualmente van de la mano– unen estas imágenes? Lo confirma el informe en el lugar de los hechos en donde la voz cantante la lleva la clase media que denuncia a los “criminales” y persigue a los talleristas y costureros, mayormente migrantes. “Hay que evitar una ‘caza de brujas’ sobre los trabajadores migrantes, sobre los feriantes y sobre quienes, desde abajo, construyen el derecho a una ciudad más justa”, enfatiza la Asamblea.
Alumbró los límites y peligros, también, de cualquier justificación “culturalista” o apelación a la “tradición milenaria” de estas condiciones infra-humanas de vida y explotación. Acá la discusión es centralmente con la principal organización de la comunidad boliviana en Argentina, con la Asociación Mutual ACIFEBOL (Asociación Civil Federativa Boliviana), con su principal dirigente, Alfredo Ayala, y con la red de radios que sostienen la estructura actual de talleres y a sus dueños. Es justo reconocer que tampoco es una cuestión que desvele al gobierno Plurinacional de Bolivia, ni a su embajador, ni a sus 10 cónsules en Argentina (es comprensible que ni quieran imaginar la posibilidad de que, en lugar de las remesas de dinero, lo que cruzase las fronteras fuera la masa de paisanos que en las últimas dos décadas migraron en busca de trabajo).
Alumbró, al mismo tiempo, los límites y peligros del esquema de víctimas y redentores, de las soluciones pre-moldeadas, de las políticas basadas en reclamos genéricos al estado, de la reducción del problema al hallazgo de funcionarios culpables (que sí los son de permitir esas condiciones de laburo, de la muerte de estos niños, del segundo incendio ex profeso deberían ir sin duda en cana). Y alumbró que hoy, como ayer, la lucha y los modos de organización que se vayan gestando deben producir al mismo tiempo los anticuerpos necesarios para neutralizar los intentos de instrumentalización de los conflictos, así como el “jetoneo”, la retórica vacía y los lugares comunes e improductivos de la militancia popular y de izquierda.
Alumbró, por ello, la necesidad de asumir la complejidad de la cuestión, sus múltiples capas. Y la ineludible tarea de articular las diversas experiencias que ponen sobre la mesa la gramática de los nuevos conflictos sociales en la ciudad.
Y lo que ya es sabido: alumbró una nutrida y potente asamblea de organizaciones, vecinos y vecinas e instituciones que periódicamente en La Cazona de Flores (Morón 2453) intenta elaborar, pensar, intervenir con voz propia en la situación de los talleres textiles.
Lo arriba expuesto no es más que una reseña de lo que allí sucede y no desea ser otra cosa que una invitación a formar parte.
*Integrante de la Asamblea de Flores
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