Cada vez más presentes en la gastronomía, las flores aportan aromas, colores y texturas únicas. […]
Publicado el 30 septiembre, 2025 por Luna Fernández
Cada vez más presentes en la gastronomía, las flores aportan aromas, colores y texturas únicas. Consejos de un biólogo para elegirlas y usarlas de forma segura.
El universo culinario está en permanente reinvención y, en ese proceso, las flores comestibles ocupan un lugar cada vez más visible. No son solo un adorno: suman frescura, intensifican sabores y aportan una paleta de colores difícil de lograr con otros ingredientes. Aunque parezcan una novedad, su uso acompaña a la humanidad desde tiempos antiguos.
El biólogo y divulgador Joaquín Ais se dedica a tender puentes entre la ciencia y la cocina. En su libro Botánica para comer (Siglo XXI Editores) explica cómo la anatomía de las plantas puede convertirse en una herramienta para cocinar mejor y disfrutar de los alimentos desde otro lugar. Su mirada parte de un hecho simple: muchas de las verduras habituales son flores o pimpollos modificados, como la coliflor, el brócoli, el alcaucil, el clavo de olor o incluso el azafrán.
Lo primero que subraya Ais es que no todas las flores son comestibles. La única forma de asegurarse es identificarlas correctamente con su nombre científico, ya que los nombres populares cambian y pueden inducir a error. También advierte que deben cultivarse especialmente para uso gastronómico, sin pesticidas ni químicos, porque las flores de florerías o viveros no son aptas para la ingesta. Tampoco conviene recolectarlas en plazas o al borde de caminos, donde se desconoce su exposición a contaminantes.
El abanico de opciones es amplio. Hay flores que se usan frescas, como pensamientos o violetas, ideales para dar color. Aromáticas como lavanda, salvia, orégano o menta suman notas que van de lo fresco a lo cítrico. El taco de reina aporta un picor particular, mientras que la borraja recuerda al pepino o al mar. Las flores de zucchini son un clásico relleno y frito, y las de cítricos deslumbran por su aroma intenso.
La gastronomía porteña ya incorporó este recurso en distintos proyectos. La pastelera Chula Gálvez lo hizo con flores cristalizadas en su emprendimiento, y la cocinera Paula Méndez Carreras publicó Cocina con flores, donde explora sus usos posibles en platos dulces y salados. Para ambas, el desafío fue mostrar que los pétalos pueden ser protagonistas y no simples decoraciones.
Manipular flores requiere atención: son frágiles y no soportan largas cocciones ni congelados. Lo ideal es consumirlas frescas, recién cortadas. Ais recomienda limpiarlas con delicadeza, guardarlas en recipientes herméticos con papel húmedo en la heladera y, si se busca prolongar su vida, optar por métodos como el secado (para infusiones), la cristalización con azúcar (para postres), la maceración en vinagres o alcoholes, o la preparación de mantecas saborizadas. Incluso se pueden congelar en cubitos de hielo, una opción que transforma lo cotidiano en un detalle creativo.
El consejo final es empezar de a poco: probar con pequeñas cantidades y observar la reacción del cuerpo, sobre todo en personas con alergias al polen. El objetivo no es generar miedo, sino: “garantizar primero la seguridad, para luego disfrutar plenamente de la fantasía que suscitan las flores una vez que las adoptamos como ingredientes en nuestras cocinas”, explica Ais.
En la cocina cotidiana o en la alta gastronomía, las flores se consolidan como un ingrediente capaz de sorprender. No se trata solo de decorar, sino de recuperar la conexión entre lo natural y lo que llevamos al plato. A veces, el secreto de un sabor inolvidable puede estar oculto en una flor.

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